La hermana Consuelo, era la bondad personificada. Amable en sus gestos, cariñosa en sus palabras, buena en sus acciones. Siempre entregada a los demás. Siempre con la sonrisa en los labios, siempre dispuesta a comprender, a consolar, a atenuar las tristezas, a amar al prójimo, fuese quien fuese.
Creyente hasta las raíces del alma, esperaba descansar un día en la paz del Señor, su Dulce Amado. No aspiraba a más. No esperaba más.
Sólo completar su ciclo, como cualquiera, prodigando bondades, derrochando ternura, y poesía, porque tenía alma de poeta.
Escribía a veces, para un programa de radio en el que ambos participábamos. Era tanta su humildad que sus escritos los firmaba con este pseudónimo: "Miriam Ayala".
Hablaba de cosas sencillas, pero en cada línea, en cada frase, se traslucía su amor por los demás, su entrega incondicional a quien necesitara de ella.
Sufría en silencio su dolor físico, la artritis la iba agarrotando, y con la más absoluta resignación.
Sin una queja. Su pesar era que llegaría un momento, ella lo sabía bien, en el que ni siquiera podría valerse por sí misma, pero no sufría por eso. Lo que le apenaba de verdad era saber que ya no podría estar cerca de sus gentes, que ya no tendría fuerzas para escuchar las preocupaciones y sinsabores de la vida de los demás y poder murmurar algunas palabras de su propio nombre, Consuelo.
Eso que todos necesitamos tanto...
Pero ha partido...
Me enteré de su último viaje por una buena amiga, que también la apreciaba... Que estos versos sean como un pequeño homenaje:
"De profundis..."
Silencio. La eternidad
abre sus amplias moradas.
Y tras las rosas ajadas
el brillo de la verdad.
La sombría levedad
del afilado momento
sabe a polvo y huele a viento
de auroras interrumpidas.
Aquellas manos dormidas
eran su mudo lamento.
Que hayas alcanzado la paz, Consuelo, y que un día te encontremos en el lugar del interminable reposo, en el jardín perpetuo donde ahora resides y vivirás para siempre, eternamente feliz.
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