martes, 10 de enero de 2017

"UN DÍA DE DICIEMBRE". (4).





Estación de Jaca.
Dibujo de Mateo Lahoz.



La pequeña ciudad, tan cerca de la frontera, y tan lejos del resto del mundo, comenzaba su letargo a principios de septiembre. De pronto, una mañana, la Montaña, aparecía oculta tras una masa de nubes, y comenzaba a caer una lluvia mansa, fría y menuda, insistente, continua… Como un melancólico llanto de los cielos…, una despedida de las brillantes jornadas estivales, llenas de luz y de alegría… Y, cuando la lluvia cesaba, todo era distinto. Se percibía el inconfundible aroma del otoño. En ocasiones, septiembre se rebelaba, y regresaba el calor. Pero las sombras del atardecer llegaban antes, y las noches eran más frescas. Comenzaban a cerrarse lentamente, ventanas y balcones, porque la brisa de la madrugada, ya no era un soplo dulce y gratificante. El viento, ahora, obligaba a buscar refugio tras las primeras mantas, que regresaban poco a poco, haciendo su camino de vuelta, desde el fondo de los armarios. Y los veraneantes, retornaban a sus lugares de origen. La pequeña ciudad, conocedora de inviernos prematuros, recordaba aquella nevada, caída un doce de octubre, mientras la capital aragonesa, celebraba la plenitud de sus fiestas.
“Aquí nunca pasa nada…” La frase preferida, utilizada para remarcar el hecho de un continuísmo cerrado a toda novedad, como no fuera la moda, el recién estrenado cine sonoro, y otras inocuas distracciones. Efectivamente, nunca pasaba nada… Nuevos seres venidos al mundo…, y otros, agotados por el cotidiano esfuerzo de vivir, acumulado a lo largo de décadas, que lo abandonaban. Por lo demás, cada primavera, se formaban nuevas parejas. El amor, incontenible, despertaba, al recibir la caricia del sol, un año más.
¡Ay, la ciudad, con las imponentes montañas del Norte, y, al Sur, la Montaña por antonomasia…, tan querida de todos…!
El viajero, en su tibio refugio, escuchó lo que le parecieron estampidos de cohetes, rompiendo el alba, que llegaba lenta, muy lenta…
“¿Cohetes…? ¿Qué fiesta es hoy…?”, se preguntó, mientras intentaba salir de la pesada somnolencia, en la que todavía se encontraba sumido. En cuestión de segundos, se hizo cargo de la situación. Y, mientras se incorporaba, dijo, entre dientes: -¡Ondia! ¡Ya está liada!
Saltó de la cama, y se acercó a la ventana con cierta reserva. Los cristales, velados por la escarcha, le impidieron observar lo que pasaba en la calle. El presentimiento, que le había acompañado desde la mañana anterior, muy a su pesar, se había cumplido.
“¡Y ahora qué, y ahora qué…! ¡Todo se ha hecho mal, chapuceramente…! ¡Con prisas y sobre la marcha…! ¡La impaciencia, siempre la impaciencia…! Y ahora…¿quién arregla esto..?”
Dos horas antes del amanecer, la menor de las Fuenclara, salió al rellano con sigilo, cerrando la puerta cuidadosamente, para que su hermana, no tuviese tiempo de interponerse en su decisión. “¡Malnacidos…! Ya les voy a dar yo…ya les voy a dar…” Crujían los escalones de madera, en el tramo que llevaba al desván, creek, creek, creek, y le pareció que se iban a despertar todos los habitantes de la casa. Pero no fue así. Había aceitado la cerradura y las bisagras, operación que repitió durante varios días. Efectivamente, la precaución funcionó. El “máuser” elegido para la ocasión, estaba envuelto en unas cortinas ya en desuso, y colocado tras una pintura, que representaba un pasaje bíblico: Moisés, apartando las aguas, con la ayuda del Todopoderoso. A pesar de la capa de polvo y suciedad, la escena no dejaba lugar a dudas. Un ancho marco, servía de realce al suceso. Ahora, marco y pintura, formaban un todo inseparable. El “máuser”, sólido, pesado, de robusto cerrojo, no se había disparado desde finales del siglo anterior. Claro, que, aquellas armas, fueron hechas para resistir varias guerras seguidas… Sólo la K-98 alemana, llegó a superarla en eficacia y durabilidad. La menor de las Fuenclara, se ajustó un recio correaje, con cuatro estuches de cuero, dos a cada lado, sobre el abrigo de lana, llenos de cargadores al completo. Y un revólver, en su funda, llevado a modo de bandolera, también con su dotación de proyectiles. Con cuidado, accionó el cerrojo del fusil, percibiendo el sonido de una bala, entrando en la recámara, suavemente. Y al devolver el cerrojo a su posición inicial, supo que desde ese momento, nada ni nadie, podría  hacerla retroceder.
El reloj de la torre, dio primero los cuartos. Luego, ocho campanadas sonoras y rotundas, que repitió al cabo de un minuto.
¿Cuánto tiempo había pasado desde que entrara en el desván…? Nunca llegó a saberlo… Fue como si su espíritu volase a un lugar ajeno a las pasiones y emociones humanas… Sólo las campanas la devolvieron a la realidad… Muchos años después, aún se preguntaba en ocasiones, sobre ese limbo en el que estuvo, sin hallar jamás una respuesta…
En la calle, las farolas seguían encendidas…  Un grupo de civiles armados, apareció ante ella, y, antes de que salieran de su asombro, comenzó a disparar. Lo hacía de modo sistemático, como un soldado habituado al manejo de las armas… Fríamente, con pasmosa seguridad. Los civiles, se pusieron inmediatamente a cubierto. Ella, se refugió en el hueco de un portal, y, cuando asomó la cabeza, varios proyectiles pasaron silbando. Silencio. Luego, voces  que se aproximaban. De manera impulsiva, se plantó en el centro de la calle, y abrió fuego. Gritos, pasos precipitados, y, nuevamente, el silencio… Un hombre, corría por la acera del palacio episcopal. Sin duda, tenia miedo, porque se deshizo del fusil, que cayó en la calzada, produciendo más ruido del que hubiera deseado su portador.
La menor de las Fuenclara, intentó abatirlo, pero el cargador se hallaba vacío. Cuando recargó el arma, aquel hombre ya se hallaba lejos. A salvo de su implacable puntería.
Continuó su avance, hasta llegar a los porches de la plaza. La ciudad, completamente desierta, mantenía cerradas puertas y ventanas. Algún disparo aislado, lejos de allí.
Oyó pasos tras ella, y se volvió, accionando el cerrojo al mismo tiempo. El Padre Amadeo, llevando el Viático en una bolsa de cuero, que apretaba contra su pecho, se acercaba con paso mesurado y firme.
Con un gesto, le indicó que regresara a su casa. Inclinando la cabeza, en señal de respeto, lo vio alejarse, en busca de muertos y heridos…
Sintió frío… No se había dado cuenta, hasta ese momento, de que tenía las manos heladas, y de que el “máuser” pesaba demasiado…

(Sigue un epílogo…)











(Archivo: cuevadelcoco.
Ilustración: Mateo Lahoz).








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