viernes, 13 de mayo de 2016

EL RETORNO DE MC MAKHARRA. TERCERA PARTE. CAPÍTULO QUINTO.


"La llanura".
Dibujo acuarelado
de Mc Makharra.

En 1964, la Compañia de Obras, comenzó a allanar unos terrenos, que había adquirido a precio razonable, a cierto comerciante de la pequeña ciudad fronteriza, quien no sabía qué utilidad darles. 
El comerciante de tejidos, que andaba ya en una edad próxima a la jubilación, al verse con un buen dinero en las manos, y con pocas ganas de continuar vendiendo camisas y otras prendas para caballero, dejó el negocio en manos de una sobrina, que siempre fue buena con él, y, cruzando la frontera, se fue a vivir cerca de Bayona, en una casita con jardín, tal como siempre deseó hacer.
Enviudó diez años atrás, y, como amaba a su esposa, pronto, las paredes se le vinieron encima, como se suele decir, y el comercio, se convirtió en una rutina sin sentido, de tal modo, que, antes de caer en una depresión sin salida, y por consejo de un amigo médico, actuó deprisa, puso todos sus papeles en orden, y, una mañana, desapareció.
Hablo de este personaje, porque su vida se cruzaría pocos años después, con la de Mc, para bien de los dos.
Mientras, en Leoria, la Compañía continuaba con las obras de lo que serían las viviendas de sus trabajadores. 
Y, como ya comenzaba a ponerse en práctica la "prefabricación", ese verano, se instalaron las primeras familias, y, antes de fin de año, incluso los solteros se vieron instalados, muy a pesar de los alojadores de la ciudad, que se vieron privados, no del todo, pero si de una parte de sus ganancias.
Cierta tarde de otoño, de ese mismo año, el P. Severiano Duzcurru, cuyo origen vasco era innegable, tanto por el apellido como por su imponente constitución, paseaba con D. Higinio Barrado, funcionario de comunicaciones, vulgo, Correos y Telégrafos, aprovechando que los jueves sólo había clase por la mañana, y ese mes de septiembre se mostraba hermoso y dorado, y las temperaturas eran casi veraniegas.
Al anochecer, un agradable vientecillo fresco, invitaba a dar una vuelta, y, así, los leorianos, disfrutaban de un tiempo suave, que ya llegarían los fríos...
El caso es, que llegaron a lo que se conocía como "paseo del mediodía", desde donde se divisaban claramente, las casitas de los operarios de la Compañía.
- Mire usted, Padre, decía D. Higinio, no son buenas gentes..., no lo son... El otro día, con D. Juan de Broto, y D. Federico Iguacel, que tambien, como usted ya sabe, forman, junto con éste su servidor, y unos pocos más, la junta de la Institución de Caridad, fuimos a hacer una visita a esas familias..., y, en cuanto nos presentamos, nos echaron con cajas destempladas, que ellos no necesitaban ayuda de nadie, que para eso estaba la Compañía, que pagaba bien, y que, si lo que queríamos era fisgar en sus vidas, que nos fuéramos de allí con viento fresco..., y que no se nos ocurriera volver...
El Padre Severiano, que siempre escuchaba, pero rara vez opinaba, sólo arguyó que acaso se hubieran precipitado con esa visita...
- Padre, pensabamos en sus almas..., porque...¿estarán casados todos ellos...? ¿Cumplirán con los preceptos de la Iglesia...? ¡A saber en qué estado de descuido espiritual vivirán esas gentes...!
El Padre Duzcurru, recurrió a su salida habitual, cuando las circunstancias lo obligaban a ello: Se llevó la mano al bolsillo de la sotana donde guardaba el pañuelo, sacó esté, lo desdobló a medias, y, colocándoselo ante la boca, tosió ligeramente, disculpándose luego.
Con lo que Don Higinio, se quedó sin respuesta.
- Dicen, continuó el funcionario, que sólo se han dignado recibir al párroco, y muy bien, además..., claro, que, D. Cándido huele a buena persona a la legua..., mejorando lo presente... Y, además, ya sabe usted, que tiene cierta fama de santo...
Sonrió el Padre Duzcurru, que terminaba de plegar su pañuelo con todo cuidado, volviéndolo a su lugar de origen.
- Estas gentes del sur... No sé..., añadió D. Higinio.
Y allí, se quedaron un buen rato, en silencio, contemplando el ir y venir de niños y grandes, en aquella ciudad prefabricada, que, para unos, era motivo de desprecio, para otros, de indiferencia, y, para la mayoría, de curiosidad.
Entre "las gentes del sur", se encontraba Fernando Mérida, con su familia. Jefe del equipo de dinamitadores, conducía, además, un pesado camión, y gozaba de la estima y el respeto de toda la comunidad, no sólo por su peligroso trabajo, sino, también, por haber demostrado, y seguía demostrando, que las vidas de los hombres a su cargo, eran lo más importante para él, tanto como su familia. 
Pero aún no es tiempo de hablar de los Mérida.
De los que hay bastante que contar...











(Archivo: cuevadelcoco).
















No hay comentarios: