Ilustración de Mateo Lahoz.
Se jugaba en la calle,
en una pequeña plaza,
en la confluencia de cuatro esquinas...
Al salir de clase,
con el bocadillo en la mano,
y ataviados con la bata del colegio,
jugábamos...
Gritos, discusiones,
pero siempre con buena voluntad...,
siguiendo el dorado e imperecedero mensaje:
"Gloria a Dios en los cielos..."
Así debía de ser, y así era.
Devorado el bocadillo,
y mientras se pateaba un balón,
que había conocido tiempos mejores,
alguien decía:
"Me voy a mi casa..."
Y ese niño,
sin razón aparente,
se iba.
Todos callábamos.
Porque alguna vez,
alguno de nosotros, o todos,
habíamos pronunciado las mismas palabras.
Por qué..., no había ninguna razón a la vista.
No era enfado,
ni cansancio del juego.
Era, pura y simplemente,
la necesidad de sentirse arropado,
de respirar la atmósfera familiar,
de estar cerca de padres, hermanos y abuelos.
Porque, "mi casa",
lo era todo...
El microcosmos donde se nacía,
crecía, y se compartían tantas cosas...
Donde, una mirada,
cariñosa y comprensiva,
unas palabras de afecto,
valían más que el resto del mundo...
"Mi casa...", el refugio más cálido y seguro,
el entorno sin precio.
Al final de la jornada,
se dormía en paz,
porque... aquel espacio,
era "mi casa..."
(Archivo: cuevadelco.
Ilustración: Mateo Lahoz.)
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