Quizás aquello fuese el principio del fin.
O el fin existía desde el principio...
Tras diez años de casados, y sin saber por qué, sin haber ninguna explicación dentro de los márgenes de la lógica, él comenzó a sentir una extraña desazón cada vez que reanudaban las relaciones sexuales, después de pasar ella el período.
No le había sucesido antes, y jamás hubiera imaginado que ante sí, se alzaría una altísima e infranqueable muralla.
Algo así como un escalofrío, como una sensación de fría humedad que le recorría todo el cuerpo, y que terminaba, inexplicablemente, después de la primera cópula.
Luego, todo iba bien.
Todo funcionaba correctamente, sin escollos, un mar tranquilo que rozaba suavemente la playa de lo cotidiano.
Se mostraba alegre y animoso.
La mayoría de las noches se entregaban al amor.
Comenzaban hablando.
Después, pequeños y dulces besos, seguidos de innumerables caricias, hasta que la pasión se desataba, y sus cuerpos desnudos se fundían y de sus labios brotaban jadeos, suspiros, tiernas palabras, y, por fin, el éxtasis.
Normalmente, se quedaban dormidos, abrazados, y alguna madrugada volvían a amarse con renovado ardor.
Y se levantaban cansados, somnolientos, mirándose con ternura y esbozando una sonrisa de complicidad, que, a la hora de comer o al regresar del trabajo, caída ya la tarde, se dibujaba otra vez en sus labios.
Se casaron jóvenes, tras una etapa en la que sexo jugó el papel principal y prácticamente fue el centro de sus vidas.
Temieron que al casarse se apagara el fuego de alguna manera, se atenuara su pasión, pero no fue así...
Eran considerados como una pareja feliz.
Y envidiados por otros matrimonios.
Sin embargo, una diminuta semilla de inquietud iba germinando lentamente, sin que ellos se dieran cuenta.
Ella, en el amor, era ardiente e incansable, devoradora, hubiera muerto al final de cada entrega, sin importarle nada más que el haber gozado intensamente.
Él era tímido, cariñoso, apasionado también, y también ardiente, pero más indeciso, le costaba tomar la iniciativa, y, cuando lo hacía, sus pupilas se dilataban, y se erizaba todo el vello de su cuerpo.
Pero su alma era generosa.
Daba todo cuanto podía dar, sin guardarse nada para sí.
Bien es sabido que en el amor, cuanto más se da, más se recibe, y puede que él conociera o intuyera ese principio matemático-pasional.
A los diez años de casados, dieron comienzo sus primeras angustias, sus crisis de ansiedad, que guardaba en su interior y que nunca se atrevía a confesar.
Hablaban de cualquier tema.
Les gustaba la música, el arte, los libros, el cine, la montaña, la nieve, y daban largos paseos por el campo.
De todo hablaban, igual que de sexo, con una naturalidad fuera de lo común. Se confesaban sus anhelos más íntimos, sus tentaciones más oscuras.
Aunque él, nunca se atrevió ni a mencionar esos momentos terribles...
Puede que si lo hubiera hecho, todo hubiese sido más fácil, incluso superable.
Pero cuando lo intentaba, se le atragantaban las palabras, se le formaba un nudo en la garganta, y ese torrente que pugnaba por brotar de su interior, volvía otra vez a sumirse con furia en los laberintos de su pensamiento.
Entonces, simulaba quedarse dormido, cuando, tumbados en el cómodo sofá, frente al fuego, escuchaban las desdichas de Tristán, o el lamento agonizante de Violeta...
Su música preferida...
Sus libros preferidos...
Rara vez conectaban el televisor. Algun informativo, algún documental, algún informe especial sobre un tema de actualidad, pero nada más.
Les bastaba con su música y su lectura.
Y su recíproca compañía.
El silencio los envolvía en una grata calma.
No tenían hijos.
Más de una vez hablaron de adopción, pero todo quedaba en palabras, en buenas intenciones. Quizás en el fondo no deseaban romper aquella urna de cristal, construída alrededor de ellos día tras día y noche tras noche, donde se sentían seguros, y donde todo estaba en su sitio, amablemente, delicadamente.
Al alcance de la mano, sin esfuerzo, sin búsquedas inútiles.
Diez años.
Cuando el reloj del salón daba determinabas campanadas, apagaban el fuego y las luces y se dirigían a su habitación,cómoda, acogedora, donde no había nada de más, sólo lo necesario para hacer de ese recinto secreto un lugar donde descansar de los avatares de cada día.
Y entregarse a su inextinguible pasión.
Diez años.
Unos días antes de que ella tuviera el período, él hubo de ausentarse por motivos de trabajo.
Se llamaban todas las noches, y todas las noches se susurraban amorosamente cuánto se echaban en falta, y cuánto deseaban que terminara aquella separación.
Un anochecer, cuando volvía al hostal donde se hospedaba, ya que no le agradaban los hoteles porque le hacían sentirse muy solo, y además le molestaba la gente, se sintió extrañamente tranquilo, inusualmente en paz consigo mismo.
Había cenado algo en un pequeño restaurante, de aire familiar, donde se permitió tomar una cerveza para acompañar la cena.
Nunca probaba el alcohol, pero consideraba que la cerveza era inofensiva, incluso saludable, aunque tampoco hacía uso frecuente de ella, acaso algún sábado, cuando acudían los amigos a cenar.
Un perro de pelaje oscuro se cruzó en su camino. El animal, de buen tamaño, olfateó algo indefinible caído en el suelo y siguió su recorrido.
Llevaba collar, señal de que tenía dueño.
Sin duda, regresaba a casa, tras hacer su habitual y solitario paseo nocturno.
Él, en ese instante, recordó con alivio que de no hallarse de viaje, habría tenido que superar el áspero y temido momento a la hora de reanudar el sexo.
De mente analítica, intentó relacionar el recuerdo de lo que pudo suceder, con el perro que apareció de improviso ante él y desapareció igualmente.
Pero no halló ninguna relación.
Pura coincidencia.
Ya acomodado en la habitación del hostal, meditó sobre su regreso.
Cinco días más y estaría en casa, en "su" casa.
Ella prepararía una "cena elegante", como solían llamar a sacar la vajilla y la cubertería de las grandes ocasiones, encendería unas velas, pondría una música suave y sugerente, que no diera que pensar, y saborearían unos manjares exquisitos, sin nada ni adie que quebrara su tan querida armonía.
Después, cariñosamente, lo colmaría de caricias, hasta terminar los dos en el lecho.
Seguramente ella luciría un sugestivo y atrevido camisón, muy provocador, del que se despojaría hasta dejar totalmente al descubierto su bellísimo cuerpo, al que los años parecían proteger y cuidar, más que hacer mella en él.
Y luego, el encuentro, la angustia del encuentro, del primer encuentro tras los días de tregua.
Encendió la lámpara de la mesilla y fue al lavabo a beber un vaso de agua.
Cinco días.
Diez años.
Cinco días y cinco noches.
Acostado de nuevo, y con la luz apagada, sintió que unas gotas de sudor resbalaban por su frente. Un sudor frío, molesto, irritante...
Con las húmedas palmas de las manos apoyadas en el cobertor, el cuerpo tenso, rígido, atenazado por un inexplicable miedo, deseó, infantilmente, que el tiempo se detuviera, que los cinco días se convirtieran en cincuenta, en quinientos, en cinco mil...
Acaso por efecto de la excesiva tensión, se quedó dormido.
Cumplió con sus obligaciones laborales durante los siguientes días, y, al llegar a la última noche en aquella ciudad, se sintió tan solo que no pudo permanecer quieto en la cama, así que se duchó con el agua cada vez más fría, se vistió de nuevo y bajó a la recepción.
Allí, dijo que deseaba dar una vuelta para conocer algo de la vida nocturna de la ciudad.
El recepcionista, creyéndose cómplice de alguien que había decidido echar una cana al aire, le guiñó un ojo con picardía y le sugirió a media voz que podría facilitarse la dirección de ciertos lugares donde podría satisfacer ciertos deseos ampliamente.
Pero él le dio las gracias y argumentó que prefería ir a la aventura.
El recepcionista le deseó suerte con aire entre pícaro y divertido, y él salió del hostal.
Deambuló por las avenidas, brillantemente iluminadas, en una noche otoñal, fresca pero agradable.
Había muchos puentes sobre el río e hizo un recorrido junto a ellos para decidir, en una especie de juego infantil, de pueril capricho, por cuál pasaría al otro lado de la ciudad.
Puentes de piedra, que denotaban su antigüedad, ouentes modernos, de líneas audaces, y otros, que consideró impersonales, anodinos, como construídos sin pensar en nada más que en cubrir la necesidad de atravesar el río, olvidándose de la estética.
Le llamó la atención un puente metálico, recto, ancho, bien iluminado, con barandillas de hierro forjado, rematadas de tanto en tanto por una figura alada que recordaba vagamente a una diosa griega o romana, y que mostraba claramente la pericia y el buen gusto del escultor que la modeló.
Quiso comprobar si todas las figuras eran iguales, o si había alguna diferencia entre ellas, y, para su desilusión, descubrió que eran idénticas, salvo por las desigualdades causadas por lluvias y soles y la continua humedad que llegaba del río.
Un río caudaloso, de aguas quietas.
Cuando se acercaba al otro extremo, le pareció escuchar unos ladridos, y apoyándose en la barandilla, divisó a una joven de cabello castaño que jugaba con un perro en el camino junto a la orilla.
El mismo perro con el que se cruzara cuatro noches antes, no había duda.
Los rasgos de la chica eran muy bellos, se movía con gracia y desenvoltura, y reía alegremente cuando el perro le devolvía la pelota que ella le lanzaba.
Era una escena aparentemente trivial, pero le agradaba contemplarla...
Y allí permaneció un buen espacio de tiempo hasta que los dos compañeros de juego desaparecieron en la arboleda.
Todo parecía amable, sonriente, sin aristas.
En cierta ocasión él también quiso tener un perro. Ella se opuso rotundamente. Se resignó. A fin de cuentas, su matrimonio era mucho más valioso.
No insistió porque sabía cuándo sus negativas eran innegociables.
Ya en el hostal, se sintió muy cansado.
Y durmió profundamente, como cuando era un niño.
A la mañana siguiente, cuando sonó el teléfono y desde la recepción le dieron los buenos días y le indicaron que era hora de levantarse, se sobresaltó al recordar que la noche anterior no la había llamado. Avergonzado, se enojó consigo mismo por su distracción. Había roto el ritual de cada noche.
Durante el viaje de regreso estuvo ensayando frases y frases de disculpa, sin llegar a nada en concreto.
Abrió la puerta de su casa.
Tras dejar precipitadamente el equipaje en el vestíbulo, fue hacia ella con ánimo de ofrecerle las más conmovedoras disculpas.
La buscó en el salón, en la cocina, en el jardín, en las habitaciones, incluso en el desván.
Llamó al trabajo de ella, donde le aseguraron que no había acudido en todo el día y que no podían facilitarle ninguna información.
Hizo varias llamadas, sin resultado, y, muy abatido, se sentó en una silla, junto a la ventana, donde dejó pasar las horas, sumido en tristes y oscuras reflexiones, hasta que llegaron las sombras del anochecer.
(Un cuento, publicado cuando sólo quedan diez días de este verano que se va, dedicado especialmente a todos los solitarios y solitarias que siguen este blog.)