Es una historia de hace mucho tiempo...
En noviembre, las hojas de la parra
que tan generosamente nos resguardaban
del furioso sol estival,
iban cayendo al suelo...
Sus tonos rojizos, daban al pavimento,
que siempre amanecía mojado,
un toque de fugitivo color...
Recogía algunas,
y las guardaba entre periódicos viejos...
Colocaba una tabla encima,
para que no se deformaran,
y me olvidaba de ellas...
La parra, con sus ramas casi negras por la humedad,
parecía el espectro de algún cuento...
Algunos tiestos, a resguardo en la garita,
que construyera mi abuelo poco a poco,
años atrás, cuando aún le alcanzaban las fuerzas
y conservaba unas cuantas ilusiones,
pasaban allí el invierno...
Otros, como los tiestos de sándalo,
quedaban a la intemperie,
tras haber recortado las fragantes,
pero ahora secas matas,
y las contemplábamos cubrirse de nieve,
soportar los helados chaparrones,
y toda suerte de inclemencias...
La terraza desierta...
Sólo algún mediodía
salíamos para sentir la caricia del sol,
ese sol engañoso y fugitivo,
hasta que una racha de aire frío,
nos recordaba que el invierno
era el dueño y señor de todo y de todos...
Escenario de juegos,
de tardes perezosas en familia,
de incontables lecturas
hasta que llegaba la dulce noche estival...
La parra se desprendía de todo lo accesorio,
para, quizá, soñar y meditar en sueños...
Los años fueron pasando...
(Archivo: cuevadelcoco.
Imagen: mirarlook/cuevadelcoco).
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