Érase una vez, hace mucho tiempo, y en un lugar lejano, un hombre, que casó con una mujer, bella y muy lista, pero algo enigmática. Tuvieron dos hijos, con dos años de diferencia entre ellos. Dos hijos, que alegraban su vida... Pero, como nada es eterno, ella murió, sin que nadie pudiese hacer nada por evitarlo...
Los hijos, fueron creciendo sin madre, con ayuda de algunas sirvientas fieles, y el ojo tutelar de su padre. Cierta noche, éste tuvo un sueño: Se esposa se le apareció, para transmitirle un mensaje, y, con él, una advertencia. "-No repartas la hacienda entre tus hijos, que la compartan y vivan en paz entre ellos... Si no lo haces así, uno, será dichoso, y el otro, desgraciado..."
Los sueños, suelen olvidarse... Incluso se duda de ellos... "¡Bah, sólo fue un sueño...!"
Y aquel hombre, lo olvidó...
Al cabo de los años, los hijos, ya adultos, se ocupaban de la hacienda, que prosperaba y aumentaba, merced a la compra de terrenos colindantes, que dieron lugar a otros más...
Y una tarde, sintiéndose muy débil, los llamó a su lado. "-Hijos míos, creo que no voy a estar mucho más tiempo en el mundo... Por eso, y para evitar que haya la menor discordia entre vosotros, he decidido repartir mis posesiones, equitativamente, entre los dos..."
Y así se hizo...
El mayor, que había casado joven, en vida de su padre, era ya un hombre rico... Su hermosa hija, era solicitada por numerosos pretendientes, pero ella, no deseaba separarse de sus padres...
El hermano pequeño, iba der mal en peor... Sus posesiones, apenas si producían... Tormentas, granizo, heladas...
Y se vio convertido en un ser malhumorado, que no se explicaba el por qué de su mala fortuna...
Cierto día, un buhonero que pasaba por el lugar, lo encontró, derrotado e impotente, contemplando con tristeza sus tierras baldías y agostadas...
Sentado junto a él, el buhonero trotamundos, le dijo: -Creo que sé lo que te ocurre...pero yo no puedo ayudarte... Sin embargo, alguien sí podría..., si estás dispuesto a emprender un largo viaje...
- Haría cualquier cosa, por volver a mis tiempos de dicha...
- Entonces, parte mañana, no esperes más...
-Y, ¿dónde he de ir...?
- Sigue la senda que conduce al otro lado del valle, y, al fondo, verás una imponente montaña... No te preocupes, se puede llegar a lo más alto, si no tienes vértigo y vas confiado en encontrar una solución a tu desgracia... Hallarás un antiguo torreón en la cima... Allí habita alguien que te indicará lo mejor para ti...
Antes de poder darle las gracias por su consejo, el vendedor de baratijas, ya se perdía en la distancia...
Al amanecer, el hermano menor, emprendió el camino... Cruzó ríos y riachuelos, valles fértiles y espesos bosques... Hasta que, cierto atardecer, apareció ante él una gran montaña, tal como le había indicado aquél viajero impenitente.
Y comenzó la penosa ascensión. Conforme ascendía, se desprendían las rocas, que caían rodando hasta el pie de aquella altura...
Llegó al término de su viaje, y traspasó el umbral de la milenaria construcción. Por una empinadas escaleras, resbaladizas y sin barandilla alguna, encontró una estancia circular, en la que, un anciano ermitaño, que, a pesar de sus años, conservaba la plenitud de sus fuerzas, contemplaba la lejanía a través de unan amplia ventana. Sin volverse, le preguntó: -¿Cuál es tu desdicha...? Aunque creo saber en dónde reside...
- ¿Puedes ayudarme...?
- ¡Quién sabe...! Permanecerás aquí unos días, y...¡ya veremos!
A la mañana siguiente, al amanecer, el ermitaño despertó a su visitante, y, con un gesto, le indicó que lo siguiera.
Abrió un pesado arcón, lleno de monedas de oro, y tomando dos puñados, los arrojó por la ventana, mientras decía: -¡Así soy yo hoy, y así seréis todos los nacidos en este día!
Amaneció un día más, y el ermitaño abrió el arcón. Monedas de platas, mezcladas con monedas de oro. De nuevo, repitió el ritual, diciendo: -¡Así soy yo hoy, y así seréis todos los nacidos los que nacisteis en este día!
Llegó una nueva mañana. El arcón contenía monedas de plata, mezcladas con monedas de cobre, y lanzó dos puñados al vacío.
Otro día. El arcón sólo contenía monedas de cobre, que fueron arrojadas, como siempre, al amanecer.
Y, el último día, sólo lanzó dos puñados de guijarros. No había otra cosa.
El ermitaño dijo a su visitante: - ¡Tú has nacido en un día como como hoy!
-¿Qué puedo hacer, venerable anciano...? Todo me sale mal, las cosechas se pudren, no fructifican, o las destruyen las tormentas... Los animales se mueren, y no se reproducen, y todo lo que poseo no es nada más que un erial, todo está desolado...
-Voy a darte un consejo... Tu hermano mayor tiene una hija... ¡Pídela en matrimonio, y volverás a ser un rico propietario! Pero te advierto de una cosa: Si alguien te pregunta, nunca digas que los campos, los huertos, los animales, tu casa..., nunca digas que son tuyos. ¡Responde siempre, y no lo olvides, que son de tu mujer...!
Regresó, casó con su sobrina, y, desde entonces, todo fue prosperidad.
Una tarde, mientras contemplaba los verdes trigales, ondulados por el viento, un caminante, el buhonero, quizá, se acercó a él.
- ¿De quién son estos campos tan magníficos..., estas propiedades tan fértiles..., ese ganado tan fuerte y sano, de apariencia tan lustrosa...?
Y él, olvidando el precepto del ermitaño, respondió, orgulloso: - ¡Son míos...!
En ese instante, el cielo se cubrió de nubes oscuras, y un rayo cayó en los campos, que comenzaron a arder...
Reaccionó enseguida, y le gritó al caminante, que se alejaba: - ¡Espera, espera...! ¡Nada es mío! ¡Todo es de mi mujer...!
E inmediatamente, se alejaron las nubes de tormenta, y una fresca lluvia, apagó el fuego...
Nunca más olvidó la lección, y vivió feliz y en la abundancia, mientras su arcas
se llenaban de riquezas
Pero siempre pensaba: -Nada de esto es mío! ¡Todo es de mi mujer!
Por si acaso...
Y así se hizo...
El mayor, que había casado joven, en vida de su padre, era ya un hombre rico... Su hermosa hija, era solicitada por numerosos pretendientes, pero ella, no deseaba separarse de sus padres...
El hermano pequeño, iba der mal en peor... Sus posesiones, apenas si producían... Tormentas, granizo, heladas...
Y se vio convertido en un ser malhumorado, que no se explicaba el por qué de su mala fortuna...
Cierto día, un buhonero que pasaba por el lugar, lo encontró, derrotado e impotente, contemplando con tristeza sus tierras baldías y agostadas...
Sentado junto a él, el buhonero trotamundos, le dijo: -Creo que sé lo que te ocurre...pero yo no puedo ayudarte... Sin embargo, alguien sí podría..., si estás dispuesto a emprender un largo viaje...
- Haría cualquier cosa, por volver a mis tiempos de dicha...
- Entonces, parte mañana, no esperes más...
-Y, ¿dónde he de ir...?
- Sigue la senda que conduce al otro lado del valle, y, al fondo, verás una imponente montaña... No te preocupes, se puede llegar a lo más alto, si no tienes vértigo y vas confiado en encontrar una solución a tu desgracia... Hallarás un antiguo torreón en la cima... Allí habita alguien que te indicará lo mejor para ti...
Antes de poder darle las gracias por su consejo, el vendedor de baratijas, ya se perdía en la distancia...
Al amanecer, el hermano menor, emprendió el camino... Cruzó ríos y riachuelos, valles fértiles y espesos bosques... Hasta que, cierto atardecer, apareció ante él una gran montaña, tal como le había indicado aquél viajero impenitente.
Y comenzó la penosa ascensión. Conforme ascendía, se desprendían las rocas, que caían rodando hasta el pie de aquella altura...
Llegó al término de su viaje, y traspasó el umbral de la milenaria construcción. Por una empinadas escaleras, resbaladizas y sin barandilla alguna, encontró una estancia circular, en la que, un anciano ermitaño, que, a pesar de sus años, conservaba la plenitud de sus fuerzas, contemplaba la lejanía a través de unan amplia ventana. Sin volverse, le preguntó: -¿Cuál es tu desdicha...? Aunque creo saber en dónde reside...
- ¿Puedes ayudarme...?
- ¡Quién sabe...! Permanecerás aquí unos días, y...¡ya veremos!
A la mañana siguiente, al amanecer, el ermitaño despertó a su visitante, y, con un gesto, le indicó que lo siguiera.
Abrió un pesado arcón, lleno de monedas de oro, y tomando dos puñados, los arrojó por la ventana, mientras decía: -¡Así soy yo hoy, y así seréis todos los nacidos en este día!
Amaneció un día más, y el ermitaño abrió el arcón. Monedas de platas, mezcladas con monedas de oro. De nuevo, repitió el ritual, diciendo: -¡Así soy yo hoy, y así seréis todos los nacidos los que nacisteis en este día!
Llegó una nueva mañana. El arcón contenía monedas de plata, mezcladas con monedas de cobre, y lanzó dos puñados al vacío.
Otro día. El arcón sólo contenía monedas de cobre, que fueron arrojadas, como siempre, al amanecer.
Y, el último día, sólo lanzó dos puñados de guijarros. No había otra cosa.
El ermitaño dijo a su visitante: - ¡Tú has nacido en un día como como hoy!
-¿Qué puedo hacer, venerable anciano...? Todo me sale mal, las cosechas se pudren, no fructifican, o las destruyen las tormentas... Los animales se mueren, y no se reproducen, y todo lo que poseo no es nada más que un erial, todo está desolado...
-Voy a darte un consejo... Tu hermano mayor tiene una hija... ¡Pídela en matrimonio, y volverás a ser un rico propietario! Pero te advierto de una cosa: Si alguien te pregunta, nunca digas que los campos, los huertos, los animales, tu casa..., nunca digas que son tuyos. ¡Responde siempre, y no lo olvides, que son de tu mujer...!
Regresó, casó con su sobrina, y, desde entonces, todo fue prosperidad.
Una tarde, mientras contemplaba los verdes trigales, ondulados por el viento, un caminante, el buhonero, quizá, se acercó a él.
- ¿De quién son estos campos tan magníficos..., estas propiedades tan fértiles..., ese ganado tan fuerte y sano, de apariencia tan lustrosa...?
Y él, olvidando el precepto del ermitaño, respondió, orgulloso: - ¡Son míos...!
En ese instante, el cielo se cubrió de nubes oscuras, y un rayo cayó en los campos, que comenzaron a arder...
Reaccionó enseguida, y le gritó al caminante, que se alejaba: - ¡Espera, espera...! ¡Nada es mío! ¡Todo es de mi mujer...!
E inmediatamente, se alejaron las nubes de tormenta, y una fresca lluvia, apagó el fuego...
Nunca más olvidó la lección, y vivió feliz y en la abundancia, mientras su arcas
se llenaban de riquezas
Pero siempre pensaba: -Nada de esto es mío! ¡Todo es de mi mujer!
Por si acaso...
(Archivo: cuevadelcoco).
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