Apareció el Domingo de Ramos, cuando el Coco, sentado en la entrada de su cueva, se complacía en dejarse acariciar por el sol de la mañana.
Lo vio avanzar por el sendero, con su bastón de montaña, la voluminosa mochila a la espalda, el sombrero de ala caída y su inseparable cámara y sus prismáticos en una bolsa de hombro.
Conforme se fue acercando, el Coco reparó en las fuertes botas del Caminante, hechas para soportar kilómetros y kilómetros de andadura. Gruesa piel y gruesa suela.
Llegó por fin a las cercanías de la cueva y saludó agitando el sombrero.
El Coco, respondió a su saludo y se adelantó a recibir a su amigo.
Tras las efusiones de rigor, entraron en la cueva, y el Caminante se acomodó en un mullido sillón, frente al Coco, y lo contempló en silencio. Reparó en los nuevos habitantes..., sonrió.
El Coco, le sirvió un almuerzo para que recuperara fuerzas, y esperó.
-Sabía que vendrías hoy, como siempre haces..., dijo el Coco.
-No podía faltar, respondió el Caminante.
-Me alegro de tenerte aquí...
Sonrió de nuevo el Caminante, pero no dijo nada...
Luego, dieron un paseo por los alrededores, hasta el recóndito manantial, entre las rocas.
Saboreó el Caminante el agua fresca y purísima.
Se sentaron en una roca plana, desde la que se divisaba el valle, en la lejanía, y observaron el vuelo del milano.
Transcurrió el día con calma, y esa noche, ya envueltos por el silencio nocturno, hablaron durante horas.
- Un año más, dijo el Caminante, y su voz era como un suspiro.
-Un año más, convino el Coco.
- ¿Recuerdas que, hace unos años, conversamos sobre el eterno retorno...?, comentó el Caminante.
- Entonces, estabas muy seguro de querer volver..., repuso el Coco...
-Ahora, ya no lo sé... (El Caminante, sacó un pañuelo del bolsillo y comenzó a frotar con él los cristales de sus gafas.) Ya no estoy tan seguro... He visto demasiadas cosas, he recorrido el mundo, he convivido con gentes de lugares remotos... Y con gentes cercanas... Pero sigo pensando que el hombre me decepciona... Y yo soy un ser humano también...
-¿Ya no piensas en volver...?, preguntó el Coco.
- Cada día que pasa, estoy más cansado... Sólo la soledad, la libertad de los caminos, las ciudades que aún amo, las montañas, el arte, la música, los libros..., me siguen complaciendo... Ni siquiera pienso en el amor... Aquella imagen de mujer se ha perdido en las profundidades de mi memoria... Me queda todavía un largo tiempo de peregrinación... Tengo que cumplirlo... Pero cuando ya sea liberado, acaso desee fundirme con la nada, o con el universo entero... Ser parte de una estrella, o, acaso, recorrer los espacios infinitos en paz... O, ni siquiera eso, sino perder la consciencia, sumirme en un dulce sueño, y desaparecer para siempre...
-...(El Coco, fue a decir algo, pero calló...)
-Tengo sueño..., dijo el Caminante.
El Coco lo condujo hasta una cómoda oquedad, cálida y seca, y le indicó e lecho que había preparado...
-Que descanses..., le deseó el Coco.
El Caminante, sonrió, mientras inclinaba la cabeza sobre sus cosas.
Y el Coco, salió a contemplar las estrellas...
Sabía que el Caminante sólo estaría un breve tiempo con él. Y tendría que aprovecharlo, gozar de su compañía, porque, al final, su amigo comenzaría a contemplar la lejanía... Y una mañana, con el
primer sol, descendería por el sendero, se detendría un momento, en el recodo, para saludar con el sombrero, y, finalmente, se perdería en la distancia...
El Caminante, el amigo del Coco, un ser sabio y amable, que no proyectaba sombra alguna, ni aun en los mediodías, y de quien, el Coco, no podía recorda su rostro, una vez había partido...
Pero aún quedaba tiempo por delante...
Aún quedaba tiempo...
miércoles, 7 de abril de 2010
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