Parece que nunca se van a ir
los días ardientes y terribles del verano.
Pero el otoño se desliza
como una pequeña y sutil corriente de agua,
transparente, silenciosa.
Un delgado manto líquido
sobre las rocas planas,
desgastadas y lisas.
Una mañana de domingo,
amaneció con niebla.
No era una niebla invernal, afilada y fría.
El sol asomaba tras una tapia blanca,
que en ese instante fue gris.
Un disco pálido, soñoliento, quizás cansado.
O era yo quien estaba cansado, cuando el reloj,
siempre hay un reloj en una torre,
aún no había dado las ocho.
Iba a cruzar la carretera y me detuve un momento.
Hacia el este, la niebla era espesa.
Hacia el oeste, todavía más.
Crucé, deprisa, por si acaso,
y en el otro lado encontré una pequeña culebra,
totalmente inofensiva.
Acerqué los dedos con cuidado, apenas se movió.
Su tacto era suave. Luego, tras una última mirada,
seguí adelante. No volví a verla.
Ahora ya es otoño. De vez en cuando,
recorro algún camino. Y el silencio me rodea.
Es una espiral imprecisa, que no sé si se abre,
como los brazos de una galaxia,
o se contrae, queriendo encerrarme en su misterio.
La tarde y los caminos. Las nubes,
telón de fondo del paisaje,
permanecen quietas, estáticas.
Y siento que es la hora de volver.
(Archivo: cuevadelcoco.
Imagen: mirarlookcuevadelcoco).
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