De pronto, una mañana, cuando nos llevaban de las aulas a la iglesia del colegio,
hallábamos los altares y todas las imágenes, cubiertos por enormes telas moradas.
La iglesia, de por sí sombría entre semana, se tornaba aún más severa, menos acogedora e incluso revestida de un cierto tinte fantasmal.
Hasta los crucifijos de los altares, con una especie de fundas semejantes a pequeñas mitras.
Miércoles de Ceniza. Comienzo de la Cuaresma. El padre celebrante, al término de la Misa, se colocaba en la balaustrada del altar, e íbamos pasando, siempre en orden, y con cara de circunstancias, para que nos trazara una cruz de ceniza en la frente. Con la mano izquierda, sujetaba la bandeja, y con la derecha, iba tomando pequeños pellizcos cenicientos, mientras que al tiempo de su imposición, murmuraba, en latín, la fórmula que recordaba la fugacidad de la vida.
Todos, muy serios, retornábamos a nuestros bancos, y de allí, a las aulas de nuevo, para proseguir las clases.
A pesar de nuestra breve edad, ya estábamos bien imbuídos de liturgia, teoría y práctica, y pocos ritos eran ya capaces de sorprendernos. La liturgia adquiría gran importancia, y, de hecho, a fuerza de practicarla, la sentíamos de forma tan natural, como lo fueran la Geografía, los sólidos regulares o la Gramática Española. Adviértase que digo española, no castellana...
En casi todos los grados, había siempre un elemento, entre ácrata y burlón, que, tomando polvo de tiza de la pizarra, se dedicaba a remedar la imposición de la ceniza, si el padre titular del curso, se ausentaba durante unos minutos.
No creo que la Providencia se enojara por algo tan trivial. Pero...el padre regresó y sorprendió al travieso emulador marcando cruces en las frentes.
El chorro de collejas que recibió en premio a sus servicios litúrgicos extras, lo disuadió de una vez por todas, y no volvió a reincidir durante los años que permaneció en el colegio.
Comenzaban también los consabidos ejercicios espirituales, que nos liberaban un tanto de la carga escolar. No sé hasta qué punto influían en nosotros. De principio a final, la amenaza de un castigo eterno, era el centro y eje del discurso. A veces, me pregunto por la causa de esa concepción terrible y vengativa de Dios, y no encuentro respuesta. Más que un acercamiento a la Divinidad, aquellas jornadas producían un inevitable sentimiento de rechazo. De forma inconsciente, pero rechazo a fin de cuentas.
Y es que, todo ser humano, ama la bondad y se aparta de cuanto le produce temor.
Escolares habituados a peroratas de la misma índole, nuestra atención se desvanecía muy pronto, y el pensamiento prefería vagar por las orillas del pequeño río, en busca de las ranas más tentadoras, siempre difíciles de atrapar. O vagabundeos parecidos, que tenían como denominador común, el ansia de espacios abiertos, de sol, de libertad.
Los viernes, la ensalada rusa era objeto de veneración. Qué rica sabía! Y qué pronto desaparecía del plato!
Avanzábamos por la senda de la Cuaresma, envueltos en un crescendo, cuya intensidad aumentaba conforme se acercaba la Semana Santa.
Mientras, los paños morados, seguían ocultando imágenes y altares.
Pan y chocolate para las meriendas, en vez de las sabrosas viandas habituales. Aunque el queso tampoco estaba mal. El caso es que el bocadillo vespertino recibía los honores correspondientes.
Quizás no comprendiéramos el significado del tiempo cuaresmal. La verdad es que nunca nos lo explicaron. Entonces, se trataba de vivirlo "por inmersion", de la misma manera que se aprende mejor un idioma yendo directamente al país donde se habla la lengua elegida.
No era una estrategia desacertada, no...!
Hoy, la Cuaresma tiene un significado más claro y esperanzador. Tiempo de reencuentro, camino hacia la luz.
En aquellos años, esta visión amable y reconfortante, era una verdadera utopía, un sueño imposible...
Comenzaban también los consabidos ejercicios espirituales, que nos liberaban un tanto de la carga escolar. No sé hasta qué punto influían en nosotros. De principio a final, la amenaza de un castigo eterno, era el centro y eje del discurso. A veces, me pregunto por la causa de esa concepción terrible y vengativa de Dios, y no encuentro respuesta. Más que un acercamiento a la Divinidad, aquellas jornadas producían un inevitable sentimiento de rechazo. De forma inconsciente, pero rechazo a fin de cuentas.
Y es que, todo ser humano, ama la bondad y se aparta de cuanto le produce temor.
Escolares habituados a peroratas de la misma índole, nuestra atención se desvanecía muy pronto, y el pensamiento prefería vagar por las orillas del pequeño río, en busca de las ranas más tentadoras, siempre difíciles de atrapar. O vagabundeos parecidos, que tenían como denominador común, el ansia de espacios abiertos, de sol, de libertad.
Los viernes, la ensalada rusa era objeto de veneración. Qué rica sabía! Y qué pronto desaparecía del plato!
Avanzábamos por la senda de la Cuaresma, envueltos en un crescendo, cuya intensidad aumentaba conforme se acercaba la Semana Santa.
Mientras, los paños morados, seguían ocultando imágenes y altares.
Pan y chocolate para las meriendas, en vez de las sabrosas viandas habituales. Aunque el queso tampoco estaba mal. El caso es que el bocadillo vespertino recibía los honores correspondientes.
Quizás no comprendiéramos el significado del tiempo cuaresmal. La verdad es que nunca nos lo explicaron. Entonces, se trataba de vivirlo "por inmersion", de la misma manera que se aprende mejor un idioma yendo directamente al país donde se habla la lengua elegida.
No era una estrategia desacertada, no...!
Hoy, la Cuaresma tiene un significado más claro y esperanzador. Tiempo de reencuentro, camino hacia la luz.
En aquellos años, esta visión amable y reconfortante, era una verdadera utopía, un sueño imposible...
(Archivo: cuevadelcoco).
1 comentario:
Los pensamientos vagaban hasta que el Padre Santiago. desde atrás, te volvía a la cruda realidad de una manera muy poco amable.
El Padre Santiago o el Padre Agustín o el "Cala" o el padre de turno que vigilaba el estudio.
Tempus Fugit.
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