En aquella terraza,
escenario de mis juegos infantiles,
de lecturas adolescentes
y de sueños de juventud,
había tres o cuatro tiestos con sándalo,
que debió de plantar mi abuelo.
En los atardeceres,
bajo la parra,
solíamos reunirnos todos,
cuando llegaba el frescor,
tras los calores de la jornada estival.
Con una regadera,
hecha por un hojalatero que vivía cerca,
oficio, que, por cierto,
no sé si aún perdura,
cualquiera de nosotros,
regaba todos las plantas.
Era agradable sentir el agua,
resbalando por el grueso muro,
que nos separaba de los tejados,
del vecino jardín,
y del patio interior,
desde donde, la parra,
plantada años atrás,
fue ascendiendo poco a poco,
hasta protegernos con su amable sombra.
El aroma del sándalo,
llegaba tenue, misterioso...
Al pasar, solíamos frotarnos los dedos,
suavemente, con sus hojas redondeadas,
dejaádonos una aromática y duradera huella...
El sándalo, es una planta discreta,
no así la hierbabuena,
que siempre tiene ansias de elevarse...
Creo que tiene algunas propiedades,
que tendré que recordar algún día...
Al acercarse el invierno,
y con él, las bajas temperaturas,
sus hojas se marchitaban y caían...
Cada Navidad,
con unas tijeras de podar,
recortaba sus tallos,
oscuros y resecos,
casi al nivel de los bordes del tiesto.
Cuando llegaba la primavera,
de pronto, cualquier mañana,
descubría que habían brotado,
como un regreso a la vida,
unas pequeñísimas hojas,
minúsculas y escasas.
Pero, conforme el sol iba tomando fuerza,
comenzaba un gozoso despliegue,
contemplado con deleite
por mi abuelo y por mí.
Nos mirábamos en silencio,
sonriendo...
¡El buen y amistoso sándalo,
otra vez estaba con nosotros...!
(Archivo: cuevadelcoco).
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